lunes

Ficciones

La Gallinita de los Huevos de Oro

Dedicado a Giancarlo Cornejo quién supo despertar con sus ensayos, que hermosamente integran teoría queer con experiencia encarnada, a ese niño marica que fui. Quién supo despertar también mis ganas de escribir esta historia.

“Para un niño protogay identificarse con lo masculino (o masculinamente) puede implicar su propia borradura”.

Eve Kosofsky Sedgwick (1993: 161)



Cuando era niño, habré tenido unos ocho años para aquel entonces, estaba fascinado con una gallinita de plástico que ponía huevos con sólo presionarle el cuerpo, la vendían en Tiendas Ninní, una mercería-bazar del barrio Altamira. La mercería aun existe y la señora Ninní también. Era época próxima a la fiesta de navidad y yo buscaba excusas para que con mi madre pasásemos frente a la vidriera donde se exhibía la gallina.

Cuando estábamos cerca me adelantaba unos pasos correteando y me pegaba con las dos manos al vidrio, quizás se trate éste de mi primer recuerdo aurático y fetichista. Quería hacerle saber cuánto me gustaba esa gallina, que ahora imagino su valor era equivalente a unos diez pesos actuales, pero mi madre no lo registraba y si lo registraba no le daba (o no quería darle) ninguna importancia.

Si bien todavía no lo había confirmado, sospechaba que Papá Noel o el Niñito Dios (no tenía muy en claro quién era quién) no existía como tal, sino que se trataba de mis padres; de ahí mi insistencia para que mamá notase cuánto deseaba ese juguete.
Mi primo Tomás unos cinco años mayor que yo me repetía todo el tiempo que el Niño Dios no era real, que Papá Noel era mi papá. Yo percibía que Tomás quería fastidiarme, que lo decía para molestarme, para desencantarme. Cuando lo acusaba a éste con mi madre ella nuevamente no le daba ninguna importancia al hecho, me miraba y sonreía. Era dulce mi madre, pero de una dulzura inquietante.

Llegó la navidad y como es costumbre todos los mecanismos de las tecnologías performadoras de sexo y de género, como aquellos para el disciplinamiento de los cuerpos, se pusieron en marcha:

La gran madre, mi abuela, cocinaría todo (incluso aquellos mismos platos que mis tías se disputaban por llevar a la cena) y no cedería espacio para la consagración de ninguna de sus hijas como buenas amas de casa, como buenas cocineras. Las bombachas rosas como signos distintivos de pertenencia a un mundo desencantado, adulto y sexuado aparecían junto al árbol destinadas a todas las mujeres de la familia mayores de 13 años (a todas aquellas que, como se esperaba, ya menstruasen).

El balance acrítico, o la evaluación masturbatoria, que los varones de la familia hacían sobre su exitoso año laboral, la actualización de los modelos de sus autos, o las flamantes vacaciones que esperaban para los suyos eran directamente proporcionales a la cantidad de vino que servían en sus copas, a las excesivas inversiones en fuegos artificiales, a los manojos de llaves que colgaban de sus pasacintos, al tamaño de sus pijas.

Las mujeres cuchicheaban y se oprimían horizontalmente, sin ninguna solidaridad filial o de género: las hermanas, las primas, las tías y mi abuela se reunían en la cocina, en el baño, en el dormitorio, junto al armario donde guardaban los abrigos y las carteras, hasta en el garaje se amontonaban para chismosear y criticarse unas a otras, circulando coreográficamente por la casa. Mi madre siempre era la de las faldas más cortas, la del escote más pronunciado.

Los varones en cambio, desde temprano se reunían en la mesa principal alrededor de mi abuelo. Supongo (recuerdo) que para rendirle cuentas o para ganar su aprecio, un circo parecido a lo que hoy se conoce como un striptease, todos intentaban seducirlo, ser mirados por el padre, una palmada, una palabra, todos lo alababan, todos le festejaban cualquier ocurrencia y se peleaban por servirlo. En el fondo los varones de la familia añoraban el visto bueno de mi nono, su aprobación, deseaban algún gesto cariñoso, alguna confidencia, un contacto mínimo, un roce afirmativo y, porqué no, que les colocara algún que otro billete enrolladito en el pecho. O en el culo, al caso da igual.

Misterios de la homosociabilidad.

Y nos dieron las doce, el paquete de mi regalo era bastante grande. Por unos segundos especulé con la idea de que adentro habría cuatro o cinco gallinitas, pensé que como no sabían de qué color la quería, en una de esas me regalaban gallinitas blancas, rojas y anaranjadas. Esa idea duró sólo unos segundos, en cuanto abrí el envoltorio un mar de lágrimas me invadió los ojos y desconsoladamente comencé a llorar.

Chillaba con un berrinche que ni Andrea del Boca podría haber superado en su mejor actuación. Me habían regalado un Mercedes Benz rojo a control remoto, de unos sesenta centímetros de largo. Lo odié. Los odié. Descubrí que Papá Noel no era otro que mi padre, ese rojo era su auto favorito. Le había costado un sueldo entero el juguete, era lo que a él, siempre contaba, le hubiese encantado que le regalen cuando niño. Mi padre también me odió. Yo no sólo lloraba por el auto (por ese modo con que mis padres me desconocían), empecé a gritar también que quería mi gallinita, una y otra vez, cada vez más y más fuerte. Vi la frustración en la cara de mi padre, y vi el gesto de triunfo en los rostros de mis tíos. Todo ese sueldo tirado a la basura.

La navidad murió esa noche para mí. Papá Noel era mi padre, era mi abuelo, eran ellos, los machos proveedores. El Niño Dios era varón, heterosexual y aceptaba la voluntad del Padre. El niño también murió esa noche. Les enseñé que ese Niño no existía más que sus cabezas, que mi deseo marica lo había matado.[1] Palpé con dolor todas esas expectativas horrendas (machistas, repoductivistas) puestas en mí y se las devolví como un escupitajo vociferando que quería mi gallina, vociferando que nunca sería heterosexual como ellos esperaban.

Me compraron la gallina unos días después. En esos días aprendí a elaborar mis primeros mecanismos de defensa, de supervivencia: La resignificación, La resemantización del objeto. Antes de conocer si quiera la existencia de un tal Duchamp, yo ya lo había experimentado.

Mi abuela me regaló un salero y pimentero de cerámica con forma de huevos apoyados dentro de una canastita en cuyo centro había otra pieza, también de cerámica, que emulaba una gallina, otro obsequio navideño errado, al menos para mi abuela que ya tenía como siete saleros. Desde entonces amo el Kitsch.
Por lo demás en el Mercedes rojo viajaron durante varios meses las muñecas Barbies -rubias, rosadas y sonrientes- que tan expectantes le regalaron a mi hermana Macarena para esa navidad.


[1] Giancarlo Cornejo cita en su ensayo Mi declaración de guerra al niño heterosexual a Kathryn Bond Stockton (2002) cuando nos dice que la existencia del niño gay es retroactiva. Sólo ahora puedo decir que “a los ocho años yo era un niño maricón”, pero en ese momento, a los ochos años, me resultaba imposible dado el sistema cultural heteropatriarcal poder declarar “yo soy un niño maricón”. Un niño maricón siguiendo esta idea es el signo de la muerte de un niño heterosexual.



La Mujer de la Casa

Lo veo acomodarse boca abajo sobre la alfombra, serpentea y para el culo, da vuelta la cabeza hacia atrás para cerciorarse de que lo estoy mirando:

-Escupime machito, escupime pendejo.

Me implora y deja la boca abierta con los labios inflamados y tensos hacia fuera, los ojos también hacia fuera recorren mi cuerpo buscando la extremidad más pertinente.
Su pene flácido babea un poco y deja una aureola en la alfombra. Se lo hago notar para humillarlo, lo escupo varias veces, lo pisoteo.

Me pregunto qué sostiene tanta humillación, ¿mi temprana edad? ¿La diferencia de clase? ¿cada uno de sus pacientes infelices?. Un trueno me vuelve al sitio, instantáneamente respondo (al trueno) extendiendo el pié todavía enfundado por la zapatilla y le separo los cachetes del culo (al tipo).
Mi cabeza vuela nuevamente y pienso que si se larga a llover muy fuerte no podré volver a casa, ¿su somier es Queen o King?.

Otro fenómeno, esta vez de orden fisiológico, me devuelve: lo estoy meando. Llueve.

A las cuatro y treinticinco damos todo por concluido, no ha parado de llover y el me invita a pasar lo que queda de la noche abrazados - no todo puede ser tan duro bebé- malhumorado comienzo a juntar los preservativos.

-¿qué estás haciendo?.
- Juntando todo esto para tirarlo, es un asco.
- no te preocupes bebé, dejá eso y vení acá con migo, mañana me encargo.
- no tengo drama en juntarlo, de verdad.
- Dejá eso, en serio te digo.
- pero… ¿por qué?.
-Porque si… Porque me da vergüenza que juntes vos los forros, está todo sucio. Vení acá.
-Okey.

Me acuesto a su lado, intenta besarme, pero se detiene, supongo que se dió cuenta por algún gesto que hice que no deseaba tener ese tipo de contacto.

Me acaricia el slip
-¿Te molesta?
-no…
Me baja un poco el slip
-¿Está bien así?
- si…
Me acaricia los huevos
-¿te gusta?

No respondo nada, cierro los ojos. Siento la humedad de su boca. Me gusta.
…………………………………………………………………………………………...

Su presencia es tan fuerte que hasta en el sueño aparece, escucho voces conversando: abro los ojos, me incorporo medio dormido y desnudo, me cubro urgente con la almohada. Una señora con un plumero está frente a mi, no me mira, me ignora por completo sólo lo mira a Ernesto a la cara y asiente con la cabeza a todo lo que este le indica.

- …y bebé?… ¿cómo dormiste?- me tira una toalla que tenía en las manos- date una ducha y vamos a desayunar que Elvira trajo un budín exquisito, así de paso la dejamos sola que tiene que acomodar la pieza.- ahora dirigiéndose a ella agrega- Elvira: el es Juan.

De todos modos ella continúa sin mirarme, me ignora, ignora que estoy desnudo, que soy un pendejo de 17, que podría ser su hijo, que podría vivir en su barrio, que soy uno más de los que amanece en esa cama y prueba su budín. Ignora de quién es el semen y de quien la bosta de un y otro lado de los profilácticos.

Tengo nauseas, ahora sé cómo se sostiene toda esa humillación, qué cuerpo y qué rostro la soporta, conozco su respiración silenciosa y correcta. Su nombre es Elvira, la mujer de la casa.



Unisex

Pienso si afeitarme o no, supongo que si en algún momento decido aprovecharme de su borrachera, le va a dar menos impresión que no tenga barba. Es lógico, ¿qué otra diferencia puede haber entre que te la chupe un tipo o una mina más allá de la barba?. Por lo demás si quiere agarrarme la cabeza las rastas son unisex.



Ay Andrea!

Andrea no dejaba de tirarle con todo lo que estaba sobre la mesa, le gritaba que era un vago, un hijo de mil putas, un mantenido que no tenía los huevos suficientes para buscar otro trabajo, le arrugaba las siete camisas que él tenía y le provocaba:

- A ver si ahora te las planchas vos, con toda esa delicadeza con la que te perfumás y te encremás puto reprimido, eso es lo que sos un puto reprimido!
- El único puto reprimido acá es el mariconazo de tu hermano.
- Para que sepas mi hermano está bien asumido hijo de puta.

No sé cómo continuó la pelea pero fue subiendo de tono hasta que Valeria recibió un golpe sordo en la panza. Luego sus familiares fueron a buscarla, incluso su hermano puto. Todo esto contaban unas locas amigas en el sauna seco esperando que se hagan las 19: 30 hs. que era cuando los empresarios llegaban. After Office.

Mientras los trajeados se tomaban su tiempo, las locas nos ibamos mojando el culo en una ronda de chimentos. Pero antes que los chongos de corbata larga llegó Franco y volvió a contar la historia de su hermana como si no supiéramos nada. Todos nos hacíamos los sorprendidos, cuando terminó de relatar su historia agregó: es la tercera relación en la que el novio le pega. Se hizo un silencio, nadie dijo nada pero todos cruzaban miradas. Otra vez comencé a sentir que me faltaba el aire, esperaba que ninguno se atreviera a decir nada, los veía relamerse, me mareaba y cerraba los ojos, podía sentir como latían sus culos, sus esfínteres sopapas sedientos de malicia. No hizo falta que nadie dijera nada, el propio Franco lo hizo:

-No sé, a mi me preocupa. Algo les tiene que hacer a los tipos para que quieran cagarla a trompadas, o sea no es la primera vez. No es una cuestión de mala suerte. Ella los pone locos…

Por el vidrio espejado que daba al patio pudimos ver que los chongos se acercaban, comenzamos a acomodarnos, a fruncirnos, a retocarnos el pelo y acomodar las toallas de manera insinuante. En el fondo a todas nos gustaba poner locos a los tipos.